Y mi corazón, latió.


Desde los ocho años de edad, y en silencio, he sido amante de los lobos. Gran parte de culpa la tiene, si, digo bien, “la tiene”, Félix. Digno, fiel, leal y legal, humilde arquitecto de ilusiones y necesidades vitales para la vida con los lobos en nuestro medio y nuestras mentes.
Otra gran parte de culpa la tiene mi padre, cazador empedernido desde niño. Llegaba a casa con sus trofeos, normalmente conejos de monte que él mismo odiaba comer, que repugnaba (tal vez la conciencia…) 
Y yo, inocente, pensaba en recriminar lo único que sabía, o entendía a tan corta edad, por aquel entonces sobre los lobos.
- “No mates conejos papá, ¿qué harán los lobos si les quitas su comida?”. Solamente lo pensaba, siempre en silencio, cada jueves…cada domingo. 
Nunca tuve una relación padre e hija como las demás, tal vez la falta de vernos por su trabajo, de sol a sol en aquella época. En cambio, siempre había tiempo rebuscado para la caza. Dios sabe como odiaba esos días esperando oír su Land Rover llegar, su cara sonriente con sus ”trofeos” y mi madre alabando su hazaña. El mejor cazador de la aldea donde vivíamos. Un héroe absoluto que… con el tiempo llegué a odiar. 
Con los años empecé a pensar si mi mente odiaba a mi padre por ser cazador o mi corazón me decía que jamás llegaría a observar un lobo en libertad, o sencillamente a escuchar su aullido.
Gran lucha interna de una adolescente, mente y corazón. Dos familias que se cruzaban en mi camino, una la conocía perfectamente, la mía. La otra jamás vista ni oída, pero dentro de mí algo me decía que mi corazón llegaría a pertenecerle.
Siguen pasando los años, mi dedicación a la fotografía de naturaleza lo es todo para mí en ese momento, y comienza mi lucha y mi proclamo por algunos llamados seres humanos. Juntas de cazadores, cartuchos que son inocentes, dedos que matan, escopetas sin culpa, pero que son acusadas de matanzas por placer, cuando en realidad es un simple vocablo inventado, tal vez, para blandir necedades. 
Cazadores que matan, mienten, vejan y hieren, pólvora, mentiras y trofeos. Cobardes de principio a fin cuando empiezan a culpar a un lobo de los daños a su ganado. Pero… ¿Quién ha robado a quien primero? Eso es lo de menos realmente, pensaba yo. Fabricantes de malas ideas que utilizan en las entrañas del monte, un monte lleno de vida que con nadie se mete, que todo lo da sin pedir nada a cambio. 
Muere Félix, mi alma se envenena y mi lucha, en silencio como siempre, y a la sombra de alguien, me hace más fuerte. Siento la necesidad de conocer el medio, es la única manera de entenderlo, amarlo y respetarlo. Mi valor crece y no temo a denunciar todo, por insignificante que pudiera parecer, siempre a través de mis fotografías. Ese “veneno” (aun hoy no tengo la respuesta) de alguna manera toca en la mente de mi padre. Ya no es quién era! 
Gran conocedor del monte empezamos a recorrer caminos, senderos, rastros, cantos de aves, huellas… mi vida había cambiado. Presentía que por fin tendría dos familias. Pero ni rastro de lobos en mi zona. Aun así, mi afán de conseguir fotografiar un lobo en libertad se volvió una obsesión, noches sin dormir, frío, libros y guías por toneladas, kilómetros en vano… 
Hoy tengo 41 años, amante del medio hasta la médula, concienciada y segura de las causas por la que quiero luchar. Hoy mi prioridad y en la medida de lo posible serán el lobo ibérico. Al cual empezaré desde ya a conocer más de cerca.
Hace unos días, en medio del gratificante silencio nocturno del monte, siempre con la cámara preparada, y atenta a cualquier ruido le veo delante de mí, no era muy grande, me miraba fijamente, sin movimiento alguno, solo miraba. Me asusté, pero le reté con gusto y supe mantener su mirada, mi mente pensó en la cámara por un instante pero mi corazón me preguntó si valía la pena esa imagen tan esperada o la espera de 41 años para sentir lo tan deseado. Casi 6 minutos de flechazo visual. Hice caso a mi corazón.  La emoción, consiguió empañar mis ojos y jamás supieron que dirección tomó. Pero… por fin, mi corazón latió.